27.2.07

Laughter is the best medicine

Y paseando por la dimensión mortal de la Tierra, Hamerus conoció, casi por casualidad, a John Macklevich. Al verlo, se indignó por su condición y quiso saber más. Ahondó en su ser y conoció su historia, y se volvió pura furia. Odió, lo cual era poco común en él y hasta nuevos niveles para él, a ese extraño que ahora conocía más que nadie. Le molestaban todos aquellos que desperdiciaban su potencial humano, aquel con el cual él no contaba. Deseó matarlo, pero reprimió esta voluntad. John vivía una vida de auto-compasión y victimización supremas. Orgullosamente, creía que todo lo malo le ocurría a él y, por lo tanto, no se dignaba a crear verdaderas relaciones con la gente, porque la culpaba de todas sus desgracias. No realizaba ninguna actividad verdaderamente productiva ni satisfactoria; apenas se dedicaba a trabajar para tener dinero y matar el tiempo con pasatiempos mundanos que ya ni le brindaban alegría, de los cuales su favorito era la televisión. No siempre había sido así, pero allí lo llevaron una serie de eventos. Personas queridas del pasado volvían de vez en cuando, principalmente para tratar de ayudarlo, en especial su familia; pero las rechazaba una y otra vez. Estas costumbres resultaron en un físico deforme, que dañaba aún más su autoestima, y un acostumbramiento a estar siempre mal, siempre triste, siempre deprimido que se había enraigado tanto en su esencia, en su personalidad que apenas podía hacer otra cosa, y cualquier intento de salir de esa situación debía resistir una gran inercia. John era depresivo y pesimista, y ya no veía nada en el mundo que no fuera negro; ni siquiera lo que antes consideraba gris.
Hamerus no pudo evitarlo y con violencia resolvió hacer algo, que para él se sentía más como un castigo. Fue en ese entonces que su mano etérea atravesó el cráneo de John desde otra dimensión y desde allí jugó con su cerebro. En ese mismo momento, John estaba viendo una serie televisiva dramática, y no pudo entender por qué de repente le había causado tanta gracia la expresión seria y de odio que había puesto uno de los actores, al enterarse de que había sido terriblemente traicionado. John trató de frenarla, pero no pudo y decidió entregarse a tal evento tan raro. Pronto, terminaría y podría volver a su vida, y se odiaría por semejante estupidez, porque su vida debía ser miseria absoluta. Pero veinte minutos después, el programa estaba terminando y la risa no se iba. Apoyó sobre una mesa la comida que por todo ese tiempo había intentado comer con ganas, rindiéndose. Y aunque en el fondo de sí no lo deseaba, se dejó abrazar por la risa, sucumbió a ella en todos sus planos. Le quedaba aún la culpa autogenerada, la hipocresía con sí mismo. Él no debía alegrarse por causas tan tontas, mucho menos sin causa alguna. Debía haber una razón fundamental para ser feliz, o ser infeliz totalmente. Aunque en ese momento, comenzó a pensar que debería tener una razón fundamental para ser infeliz, y sino simplemente ser feliz. Sentía que le afectaba el juicio, pero ¿cómo no iba a hacerlo y se sentía tan bien? Las endorfinas generaban sensaciones de placer en todo su cuerpo y las convulsiones relajaban sus contraídos músculos de la espalda.
Una hora después, decidió que había tenido demasiado, y realizó verdaderos esfuerzos por contener la risa. Primero, emocionales, como pensar en cosas tristes, dominarla con el pensamiento, no pensar en nada, intentar leer y concentrarse en otra cosa; nada resultó. En la hora tres decidió tomar medidas drásticas, más físicas. Intentó contener la respiración, tomar agua, intentar dormirse y hasta golpearse el abdomen tratando de encontrar el diafragma, tratando de recalibrarlo porque quizás era un problema parecido a tener hipo. Tampoco funcionaron, algunos métodos siquiera por segundos, y algunos sólo la primera vez que lo intentaba. Se dio cuenta que era un problema de un lapso de tiempo muy grande, y entonces se sentó en su sillón a esperar que se pasara solo. Se hizo de noche, y la risa aún continuaba. Aprovechó para irse a dormir, ya que el cansancio de su cuerpo se lo demandaba y sabía que no habría forma de que la risa pudiera dominarlo.
En la mitad de la madrugada se dio cuenta que sería imposible. Comenzó a asustarse: no había cenado y ahora no podía conciliar el sueño. Podía morir de inanición o perder el juicio por no darle a su mente un descanso. Desesperó hasta que encontró una solución razonable. Se vistió y salió a la calle. En el camino, la gente lo miraba raro, como era de esperar, y se le contagiaba la risa, ya que no hay risa más contagiosa que la sinsentido. Se prensentó en la guardia del hospital más cercano e intentó que lo internaran, pero la recepcionista pensó que se estaba burlando. No hubiera tenido ese problema si hubiera tenido a alguien a su lado que lo ayudara a explicar la situación. Intentó pedir birome y lapicera, pero no querían ser partícipe de su broma. "Tenemos mucho trabajo señor, por favor" insistían. Finalmente, pudo convencerlas con mímica y con perseverancia, de que tenía una emergencia. Para su alivio, casi 15 horas después de que el ataque de risa comenzó, pudo volver a alimentarse, aunque a través de un suero. A pesar de que la risa lo estaba haciendo pasar por muchos malestares, no la podía ver como una maldición, sino como algo benigno, inocente y adorable. Las enfermeras seguían inyectándole anestésicos que aseguraban que haría parar la risa, pero no tenían ningún efecto. Se dieron cuenta que John estaba deprivado de sueño y le inyectaron un somnífero. Por suerte, lograron dormirlo, pero aún así sus risas persistían. Morfeo observó con sorprendida confusión a John en su mundo.
A la mañana, finalmente apareció el doctor, que había tomado especial interés en su caso. Lo derivó a un neurólogo ya que no encontró ninguna otra razón posible para su malestar. Le pronosticó que aunque no lo parecía, podía tener consecuancias médicas serias. El neurólogo lo examinó y determinó hacerle estudios, pero era imposible. En la resonancia, John no podía dejar de moverse y por lo tanto no podían lograr una buena visualización.
-El área que debe estar afectada- dijo el neurólogo- es una zona de dos centímetros cuadrados ubicada en la circunvolución izquierda frontal superior de su cerebro, que es el centro de la risa. Ya que no podemos tener introspectiva de la misma por otro método, sugiero que hagamos una cirujía exploratoria. Los riesgos son altos, pero no hay otra alternativa y el tiempo apremia. Si no detenemos su risa quién sabe lo que puede pasar. Lo que aún no entiendo es cómo su diafragma ha podido mantenerse funcionando todo este tiempo y no ha entrado en fatiga.
John aceptó hacerse la cirujía, pero así como entró al quirófano salió. John quizo saber los resultados, pero no los había. La anestesia no había podido detener sus espasmos y le imposibilitó al cirujano realizar cirujía cerebral por tanto movimiento. El neurólogo le prometió que buscaría hasta encontrar una solución, pero hasta entonces sólo quedaba esperar, y desear que terminase sola.
John esperó un tiempo más, entonces. Las enfermeras lo atendían diariamente, hidratando su boca y su garganta que se secaba por la entrada y salida constante de aire, entre otras, pero no veía esperanzas para su situación. Al tercer día, apareció una amiga suya, que veía de vez en cuando. "Pero, ¿dónde estabas?", "¿Por qué no le avisaste a nadie?", "¡Tu vieja estaba preocupadísima!", "Te buscan en el trabajo" fueron las frases que decía ella, repitiéndolas intercaladas y variándolas un poco, y finalmente se indignó al recibir a todas sus preguntas una única respuesta y dijo "Pero, ¿de qué te reís???". Finalmente, las enfermeras le explicaron la situación y su amiga se quedó para hacerle compañía. Le informó a sus conocidos, que fueron viniendo. John los odió porque sabía que venían a verlo por lo cómico de su situación, pero entonces vio que algunos se quedaban más tiempo del necesario, o no se reían; y hablaban con el médico y preguntaban sobre otras alternativas. Un compañero del trabajo consultó con su hermano médico sobre su caso para tratar de ayudarlo, y una amiga le dedicó una tarjeta muy elaborada de sus deseos de que se repusiera. De repente, no odiaba tanto a toda esa gente. De hecho, le agradecía la atención y deseaba retribuírsela. Así, pasó una semana acompañado durante el día, y tenía las noches para reflexionar. Ya había pasado tantos días sin estar un segundo en su antigua condición, y le agradaba. Se dio cuenta que era mejor vivir así. O al menos, le gustaría probarlo por un tiempo más. Por el ejercicio de su risa y su alimentación más balanceada había logrado un físico más esbelto y se dejaba ver algo de la musculatura que había desarrollado cuando era más joven. Las endorfinas funcionaban como una droga que le daba un profundo éxtasis constante. Y de repente se dio cuenta que no quería más vivir la vida anterior que había tenido. Su cabeza comenzó a llenarse de proyectos, de cosas que desearía hacer. Decidió arreglar su casa, tirar algunas cosas inútiles y comprar más libros, quizás. ¿Por qué se había rendido a la idea de tener esposa o hijos? Ya no lo recordaba. Quizás era la posibilidad de una muerte cercana la que lo hacía pensar así, pero en verdad tenía la seguridad de que sobreviviría. Y reflexionando así en la noche 12, algo hizo "click" en su cabeza y la risa paró de repente. "¡Gracias!" "¡Al fin!" se escuchó de los otros pacientes que habían tenido que soportar su risa todas las noches. John sabía, por alguna razón, que la había podido parar con sus pensamientos, y no que finalmente se había detenido sola. Un instante de suma felicidad fue acompañado por uno de completa desesperación. Como había predicho el doctor, su diafragma estaba totalmente fatigado. John no podía respirar por más que lo intentara con todas sus fuerzas y de a poco su alma en pánico fue apagándose.
Despertó totalmente relajado, como si hubiera tenido el mejor sueño en años, para aprender que los doctores habían detectado su situación a tiempo y lo habían intubado para que una máquina respirara por él mientras su diafragma se reponía, el cual milagrosamente no había sufrido daños permanentes. Así fue cómo John despertó a una nueva vida y satisfizo las expectativas de Hamerus, que desde un rincón lo miraba con una sonrisa en su boca.

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